Juan Fernando Rodríguez Lobeira es un gran amigo de mi infancia. De chico era un niño mimado, de padres casi viejos, pues doña Amelia lo había traído al mundo pasados los cuarenta años, y don Xosé Rodríguez, un gallego con cara de soldado alemán, por entonces habría rondado los 50. Se mudaron a mi barrio cuando Juan Fernando tenía seis años. Yo, de cinco, acababa de estrenar una hepatitis. Nuestra amistad, pues, comenzó con sus diarias visitas de vecino samaritano durante los tres meses que duró mi amarilla convalecencia.
Juan Fernando, más que padres, había tenido abuelos, porque le compraban todos los juguetes que él quería, le daban dinero diariamente para las golosinas y para la merienda del colegio de curas donde iba, entre otras malacrianzas. Además, su padre no podía jugar a la pelota con él, pues ya estaba viejo para esos trotes. Y para colmo, no lo dejaron bajar del cordón de la vereda hasta que cumplió los diez años y ni qué hablar de la forma en que lo monitoreaban todo el día. “Fernando, ven pa cá, ¿onde estás niño?” se escuchaba gritar a pocos metros de mi casa, todas las tardes. Cuando los muchachos de la barra del Pantanal íbamos a buscarlo para jugar al fútbol en la canchita de
A Fernando le gustaba coleccionar etiquetas de cigarrillos y revistas de pornografía. En una maleta negra que había heredado de su abuela doña Balbina, mi buen amigo tenía las fotos más inspiradoras de mis vicios manuales de infancia. Pero su carrera acopiadora de sexo en papel fue truncada por una fierísima tunda que don Xosé le propinó al descubrir el contenido de la maleta, y de la cual fui aterrado testigo.
En ese ambiente de tanta represión donde vivía, Fernando casi no tenía contacto con chicas, y recién como a los 18 años dio un giro brusco en su vida: comenzó a juntarse con otra barra de amigos mayores en edad, con la cual empezó a salir a boliches y bailes. Nosotros, los de la barra del Pantanal, fuimos quedando rezagados al lado de él, que de golpe experimentaba la frescura del sexo adolescente.
Así conoció a Leticia, una vecina de la vuelta de mi casa, con quien descargó años de leche cuajada. Tiempo después, me remordí de celos al enterarme de que andaba con mi amiga Fabiana, que vivía en barrio San Benito. Y poco antes de marchar a España en busca de un futuro mejor, Fernando salió con Lucrecia Langosti, una compañerita mía de la facultad, que unos años después entraría a trabajar a El Grito
Ya en el viejo mundo, cada dos o tres meses Fernando me mandaba un mail contándome lo bien que la pasaba con las mujeres en Almería. Supo salir con una fogosa artista plástica madrileña de cuarenta y pico, tuvo una aventura con una joven profesora universitaria, fue amante de una compañera de trabajo en una inmoboliaria, se encachiló con una “hermosísima” modelo colombiana y, por último, acogió en su departamento a una "ex prostituta" rusa de 23 lozanos abriles. “Se llamaba Irina. Follaba y la mamaba como los dioses”, me supo contar en una de sus visitas al pago
Según él, fueron los mejores 10 meses de su vida. Hasta que un día Irina se fue con un vecino del edificio, quien le ofreció un mejor pasar y un departamento más amplio donde vivir.
Hace dos semanas, Fernando me contó que está pronto a marcharse nuevamente a
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