Seis años me fueron necesarios para hacer mi carrera de licenciado en periodismo en la Universidad Ortodoxa. Fueron años de sacrificio y presiones, ya que era difícil estudiar en una facultad tan cara. Por esa época, mis viejos me recomendaban no salir los fines de semana y en cambio ahorrar la poca plata que ganaba trabajando como despostador en una carnicería, para poder ayudarles a pagar mis estudios y los cospeles que me hacían falta para viajar.
Fue una época sin muchos divertimentos, una constante de tic tic tic en mi Nokia 1100 a las seis de la mañana, culo en silla y a quemar pestañas.
Me acuerdo de que, salvo el canillita Pedro Gutiérrez y yo, todos mis compañeros de curso llegaban en automóvil a la facultad. Tenían novias bonitas, de buen cuerpo y todas con el cabello rubio, algunas naturales y otras morochas arrepentidas. Si bien había una gordita, de apellido Pacheco, que siempre me tiraba onda y me miraba con cariño, yo nunca le di bola y me aferraba a la tesis que dice que es necesario tener un auto para levantarse una linda mina.
Yo no tenía novia y, para colmo, estaba resignado a seguir esa creencia. Y para mayor amargura, ni manejar sabía siquiera.
Los dos primeros años fueron durísimos. Valeria, la novia de Mariano, uno de mis compañeros de grupo, era para mí la chica más linda de toda la Universidad. La rubia era, sin embargo, la única que solía mirarme como con ganas de decirme algo. La única vez que me había hablado, aparte de los “hola” y “chau” de todos los días, fue para decirme que se llamaba igual que yo, pero en versión femenina. Cuando ella me solía mantener la mirada, siempre pensaba en lo mismo: “No sé qué querrá, me hago el boludo y me voy a otro lado para no verla”.
En esos intentos por no sufrir la mirada de una mujer que me gustaba mucho y que además me prestaba minutos de contemplación mutua, empecé a fumar. También lo hacía porque la mayoría de mis compañeros lo hacían, y en realidad me molesta un poco el humo del cigarrillo.
Recuerdo que todos los días, antes de entrar a la clase, tipo mediodía, mis amigos se ponían a tomar mate con facturas, o sino llevaban bebidas heladas en la conservadora que José cargaba en el baúl de su auto. “¿Che, Vale, querés un poco de tarta?”, me convidaba de vez en cuando Leticia, y a mí me reventaba cuando me decían “Vale”. Me daba la sensación de que estaban llamando a una mina. “Ah, con auto es fácil pasarla bien”, pensaba una y otra vez y me lamentaba porque yo a veces solía llevar sólo unos pancitos tostados en la mochila. Eran muchas horas las había que estar, y el hambre en algún momento invadía.
Algunos días Mariano me solía hacer la gauchada de, una vez terminada la jornada de clase, llevarme hasta el centro en su Volkswagen Polo Classic, y así me evitaba gastar uno de los dos cospeles para volver a mi casa. “Este auto no sabés lo que corre. Lo asentamos en verano cuando viajamos con la Vale a Florianópolis. Estuvimos un mes de vacaciones allá”, le solía contar a mi silenciosa atención, mientras su novia me llenaba de anécdotas de playas brasileras para mí inalcanzables.
Un buen día, Valeria llegó sola a la facu en el auto de Mariano, quien faltó porque tuvo que viajar a Buenos Aires a tramitar el pasaporte que necesitaba urgente. “¿Querés que te alcance al centro?”, escuché al final de la clase.
Después de dos o tres comentarios académicos, estábamos llegando a barrio Nueva Córdoba, y decidí no dejar pasar la oportunidad de quedarme aunque sea un ratito charlando con ella: “Che, ya que estamos ¿qué te parece si vamos a tomar algo?... Un ratito, nomás, yo te invito”. Ella levantó las cejas sonriendo y, sin decir nada más, encaramos a buscar un sitio por la Rondeau.
Tres horas habían pasado cuando el tic tic tic de mi celular tajeó de muerte mi sueño. Miré a mi lado y ya no había nadie en la cama. Unos minutos después, no recuerdo si fueron cinco o diez, sonó el receptor de arriba de la mesita de luz y una voz masculina me indicaba que en cinco minutos debía abandonar la habitación. Quise hacerle una pregunta al conserje, pero de inmediato pensé que era inútil. Salí del Madrid abrochándome la camisa y recuerdo que corría un aire bastante fresco mientras caminaba hacia la parada del colectivo, que estaba a cuatro cuadras de ahí. “Después de esto, ya me puedo morir tranquilo”, me hablé liberando una voz más fina y quebrada de lo habitual, mientras una mujer policía me relojeaba atenta en la esquina de Obispo Trejo y Laprida.
A media cuadra de ahí, un pibe de unos 25 años subía con su novia en un Palio. Reían. Suspiré de regocijo, como buscándole un corolario a esa noche fatal, y automáticamente pensé en mis compañeros de facultad. Medio mareado, creí que me caía y paré a comprar un chocolate en un kiosco, donde sonaba un tema de Manu Chao. La Vida Tómbola, creo que era. Ya no tenía ganas de fumar. Iba a llegar muy tarde a mi casa, y estaba crudito para el examen de titulación del día siguiente. Pero a esa altura no me importaba.
Mi Nokia hizo unos cuantos tic tic tic. Me levanté a las seis, como todos los días y, para sorpresa mía, Llegué a la facu y encontré todo igual que siempre. Después de un seco saludo con Valeria, no hubo ni un guiño, ni una sonrisa, comentario ni nada. Ella volvió al lado de la puerta del aula donde estaban Mariano, José y Leticia repasando los apuntes de clase. Me acordé en ese momento que, después de todo, mi tesis no había sido del todo derribada. Aunque no hizo falta que el coche fuera mío y ni siquiera conducirlo. Ojala no me hubiera hecho falta estudiar para aprobar aquel examen. Tic tic tic.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Che Seba se te da bien la literatura testimonial!! A mi me pasan algunas cosas parecidas, cuando -con 26 años de antigüedad- voy a dar clases a la Universidad In Teoría Nou Ortodoxa y caen tantos alumnos y alumnas en autos nuevos y yo pateó la tierra del campito con mis botines.
Robertovs
jaja! mi consuelo es que yo era alumno y usted profesor de más de 40 pirulos, jaja!! Saludos
Publicar un comentario