Tenía diez años cuando ella, de camisita blanca y pulóver y pollerita marrón, subía tres paradas más adelante a mi mismo colectivo, sobre la ruta nueve sur a la altura de barrio Deán Funes. Era muy bonita, de pelo castaño y piel blanca manchada por pecas. Podía adivinar que le llevaba un año y varios centímetros de altura, diez quizá. La veía todos aquellos días de colegio primario de curas, mientras ella iba a uno de monjas. Siempre que nos cruzábamos en el bondi, nos mirábamos. Una sola vez la saludé, aunque ella me devolvió sólo tibiamente el gesto. Nunca nos hablamos ni nos conocimos concretamente, sólo nos tornamos viejos extraños.
Los meses y las estaciones fueron pasando, los tiempos cambiando. Ella y yo también. Pero lo que no cambió nunca fue el hecho de encontrarnos de vez en cuando en el ómnibus, cruzar miradas y actualizar esa vieja comunión anónima.
Casi que ni llegué a darme cuenta cuándo fue que ella me pasó de estatura, ni cuándo comenzó a lucir una apariencia y los tics de adolescente rebelde, echando por tierra tal vez ese pasado de pupila religiosa. En esos días conocí su primer novio, ahí mismo, viajando con ella en colectivo mientras ella, seguramente, me habrá visto alguna vez con alguna chica.
Siempre recuerdo aquella madrugada que la vi en un boliche del Abasto, sentada y charlando con una amiga, mientras yo festejaba amanecido con compañeros de la facultad el triunfo de la selección de fútbol sobre Nigeria, apenas empezado el Mundial de Japón y Corea. No sé por qué me pareció poco pertinente acercarme a conocerla de una buena vez, aunque sea para presentarme, preguntarle cómo se llamaba o contarle que vivía cerca de su casa. Elegí quedarme con mis amigos y, al final de la noche que ya era día, pensé que mi decisión de no encararla fue menos oportuna aún.
Hace como tres años subió y la noté bastante barriguda pero igual de linda y vestida con un jardinero de jean. Como yo iba sentado adelante, le cedí el asiento.
Nuestros cruces en el colectivo sin realmente encontrarnos fueron cada vez más esporádicos. Unos días atrás la volví a ver, sentada en el segundo asiento de la fila simple. Vestía un uniforme rojo impecable, parecía irse a trabajar. Yo estaba ubicado bien al fondo. Ya en el centro de la ciudad, se levantó y empezó a venir hacia atrás. Justo en ese momento me acordé de la primera y única vez que la había saludado con un ademán de mano, hacía ya quince años. Fijé mis ojos en ella, y cuando miró sólo atiné a mantenerle la vista y saludarla. Ella, mientras tocaba el timbre, me contestó “chau”, como si alguna vez nos hubiéramos dicho “hola”.
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