Los ojos de los viejos son como ventanas de algunas casonas antiguas, esas edificaciones de época, encumbradas en algún alto paraje de las sierras donde, tímidos, nos asomamos cual señores del mundo… como si toda la naturaleza estuviera al alcance de nuestra mano. La retina de uno conviértese de repente en un diáfano ojo de pez que nos acerca a lo inalcanzable, a lo que está más allá de nuestros misterios, de nuestras dudas. Lo oculto se nos aclara, la belleza a nuestro alcance nos seduce y desde perspectiva semejante, es como una novia que nos declara su amor. Todo llega a nosotros.
Los ríos, cual lágrimas de alegría, una vez llegados al pie de las montañas, mejillas de la tierra, buscan su cauce viboreando los valles, en cuyo seno se dibujan las orillas, labios del agua, fuente de vida.
Pero no bien uno gusta de residir en tan confortable morada y deleitar los sentidos con tan fastuosa mirada, descubrimos que, por más que lo intentemos, no podemos salir de esa casa. La puerta está cerrada, no tenemos la llave.
Desde allí, podemos ver todas las cosas bellas que nos rodean y, mientras un azul gigante nos cubre nuestras cabezas, intuimos que no hay escape. Una vez deleitado el cristalino con el escenario exterior, a la hora de concretar el ansiado deseo de bañarnos en tanta belleza, nos damos con el cerrojo físico puesto a nuestra misma libertad.
Son los ojos de los viejos, aquellos que miran mejor que ningunos, pero que muerden frustración al intentar concretar una ilusión en un horizonte temporal caído a sus espaldas.
Los ríos, cual lágrimas de alegría, una vez llegados al pie de las montañas, mejillas de la tierra, buscan su cauce viboreando los valles, en cuyo seno se dibujan las orillas, labios del agua, fuente de vida.
Pero no bien uno gusta de residir en tan confortable morada y deleitar los sentidos con tan fastuosa mirada, descubrimos que, por más que lo intentemos, no podemos salir de esa casa. La puerta está cerrada, no tenemos la llave.
Desde allí, podemos ver todas las cosas bellas que nos rodean y, mientras un azul gigante nos cubre nuestras cabezas, intuimos que no hay escape. Una vez deleitado el cristalino con el escenario exterior, a la hora de concretar el ansiado deseo de bañarnos en tanta belleza, nos damos con el cerrojo físico puesto a nuestra misma libertad.
Son los ojos de los viejos, aquellos que miran mejor que ningunos, pero que muerden frustración al intentar concretar una ilusión en un horizonte temporal caído a sus espaldas.
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