Corría marzo de 1929. La siesta en Ferreyra era un manto cálido y ventoso que caía sobre el descanso del pueblo. El hombre petiso de boina negra llegó caminando desde el viejo Camino a Capilla de los Remedios y se sentó en un tronco seco acostado al lado del palenque, sobre la vereda de la esquina 4. Mientras miraba hacia el frente, como buscando a alguien a través de la puerta de madera del bar de Alaniz, el petiso pudo encender a duras penas un cigarrillo. Sobre su rostro ajado por el sol y la brisa, el sudor caía acusando la alta temperatura y un tanto de ansiedad. Un par de gotas de temor viboreaba sus mejillas como dos ríos diminutos buscando un cauce de tranquilidad. El pequeño Paco había alcanzado a escuchar sus pasos cansinos y entró rápidamente en el sótano de la carnicería de su padre. Consiguió no sin esfuerzo llegar al tragaluz que daba a la calle parándose en la silla de madera que su madre usaba para fabricar los embutidos. Se quedó allí, pese al calor, distinguiendo la solitaria escena callejera que, poco a poco, iría a adquirir nuevos detalles. Eran las tres de la tarde y no había ningún negocio abierto, salvo el bar que, según se dijo después, habría estado vacío de parroquianos.
El hombre de corta humanidad seguía allí sentado, cuando Paco reconoció la llegada de un desconocido, un morocho de camisa blanca y pantalón negro de vestir. Se sentó al lado del petiso quien, congelado, sólo atinó a acomodar su negra boina mientras su mirada seguía fija sobre la puerta de recio roble del bar.
No pasó más de un suspiro hasta que el oscuro desconocido remisamente desenvainara una faca de unos 20 centímetros de hoja, la cual levantó y, sin que el otro opusiera la menor resistencia, su punta colocó en forma vertical sobre la cabeza del petiso. Paco no podía creer lo que sus ojos le reportaban. Fueron dos o tres minutos vacíos de palabras. Antes de salir corriendo hacia la pieza de su padre, lo último que consiguió ver fue al petiso caer seco en el suelo con la cabeza ensangrentada y traspasada por la faca del morocho, cuya silueta se perdió para siempre entre el viento y la tierra.
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