Me acuerdo de una calurosa jornada de encuestas en Río Cuarto. Yo trabajaba para una consultora de mercado y me tocó recorrer un populoso barrio de Banda Norte, donde debía realizar 10 pesquisas. Rápidamente enganché en la puerta de su casa a una mujer joven, de tal vez 28 o 30 años. A su lado, un niño inquieto de unos cinco años iba y venía por el jardín. El pequeño se trepaba a las rejas que daban a la vereda mientras yo interrogaba a la madre. Muy simpática y predispuesta, a ella no le molestó mucho que yo fuera a encuestarla justo en la hora de la comida (y la cocina). Pasaron los minutos y, sin que ella supiéramos el motivo, escuchamos el grito desgarrado del niño, que a sólo tres metros de nosotros cayó como una bolsa de papas en el suelo. Las yemas de sus dedos estaban negras y lloraba sin parar, y ahí caímos en cuenta de que había trepado al pilar y había recibido una patada del caño de entrada de la conexión eléctrica de la casa. Un instante después un hombre robusto de unos 35 años se asomó por el portón de garaje y comenzó a insultar y culpar a la mujer por lo que le había pasado al menor. Claudia, como fue llamada por su concubino, se partió en llanto y antes de que se perdiera en medio de la desesperación que aumentaba, el hombre de la casa le ordenó que llevara inmediatamente a su hijo al hospital, tras lo cual regresó al living donde estaba mirando televisión. Yo había quedado duro como un tronco mientras la escena transcurría. Naturalmente, no tuve ni tiempo de saludar a la mujer y me fui impactado por el accidente, al tiempo que me percaté de que me quedaban tres ítems para terminar una encuesta bastante larga. Y como hacía calor y no quería terminar tarde mi jornada, “dibujé” las últimas tres preguntas y casi me olvidé del asunto.
sábado, 7 de febrero de 2009
La patada
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