sábado, 23 de febrero de 2008

Cuentos

Pamela

Eran las once y media de la mañana de un martes gris de septiembre. Dos meses antes de las elecciones presidenciales, estaba en barrio San Martín, a pocas cuadras de donde desde hacía pocos meses Cecilia, mi gran amor imposible, había ido a vivir con Jorge, su padre. Ella era una gran amiga, aunque yo no quería que fuese sólo eso. Es realmente hermosa, y yo tenía muchas ganas de ir a visitarla ese mismo día, en cuanto hubiere terminado de hacer mi trabajo: encuestas de opinión pública. Recorrí varias manzanas casa por casa en vano, pues el viento y la lluvia tornaban mi suerte esquiva; nadie siquiera respondía a mis timbrazos y golpes en las puertas. Ni se asomaba la gente por las ventanas. Y, si me atendían, rechazaban la pesquisa. Siempre ocurría que, cuando pasaba media hora sin encuestar a nadie, mi paciencia se pinchaba cual flamante promesa de honestidad de un político en campaña. Seguí tozudamente, batí palmas con las manos entre rejas despintadas que cercaban una casona color ocre. Alguien abrió la persiana de madera y asomó una cabeza con largos cabellos rubios. Sin tardar ni observar de quién se trataba, me presenté y solicité realizarle una encuesta.
Ella (noté que era una mujer) asintió y salió rápido por la puerta principal, angosta y alta. Me sorprendió demás, pues esa muchacha era la primera persona del día en aceptar automáticamente mi molesto pedido. Cruzó un jardín cubierto de yuyos con varios meses sin cortar, y ahí, al llegar del otro lado de las rejas, pude observarla bien. Descalza, delgada y alta, llevaba una (casi mini) falda blanca con un estampado rojo en el muslo derecho y su torso estaba cubierto simplemente por una remera verde. Su ropa, impecable y nueva de apariencia, cubría imprecisamente su figura blonda, esbelta y torneada. Mas toda esa beldad contrastó, de repente, con lo que percibí un instante después: su timbre de voz era algo grave.
No era una mujer. Inmediatamente comencé la encuesta intentando no pensar en nada. Todo parecía ir rápido, pero cuando iba por la mitad del trabajo, sonó mi teléfono celular. Me llamaba un empresario inmobiliario que había conocido dos años atrás, para invitarme a un seminario de partidos políticos. En tanto, ella quedó parada esperando del otro lado de la reja. Logré finalizar la conversación y, sin dejarme pronunciar palabra, me invitó adentro de su casa porque, realmente, estaba frío y lluvioso. No podía negarme pues, además, la había hecho permanecer más de la cuenta en una hostil intemperie. Además, ese día era realmente difícil trabajar en la calle buscando encuestados. Y ella, con sus escasas pupera, minifalda y rebeldes cabellos áureos luchando contra el viento, no iba a aceptar un no. Dije sí, entré por el portón de la reja rápidamente, crucé el descuidado jardín de enfrente siguiéndola como en fila india. Frenó y, ni bien la alcancé y quedé a su lado, me dio un beso en la mejilla diciéndome: “Bueno, primero nos saludamos, no?”. Mientras abría la puerta me daba la espalda levantando un poco la cola. Entró primero a su casa y me convidó a pasar mirándome fijo a los ojos.
“Todo parece bien hasta aquí”, pensé y me sumergí en una montaña de pensamientos prejuiciosos contra las minorías sexuales. Pensamientos que uno siempre escucha algunas veces dichos en serio y otras tantas dichos en serio pero en chiste.
Me hizo sentar en un sofá de dos metros de largo ubicado en la sala de estar. Era una habitación pintada de celeste y su suelo hecho de un irregular contrapiso. Un par de pinturas y portarretratos familiares adornaban las humedecidas paredes. Ella acercó por el piso un sahumerio que ardía en un candelabro pequeño de metal y, mientras prendía un cigarrillo, me pidió que la espere. Dio media vuelta y enfiló ligero hacia lo que parecía la cocina-comedor, mientras mecía sus pronunciadas caderas al tiempo que sus manos me indicaban que se ausentaría sólo un instante. Trajo un refresco de naranja. “Servite, amor”, susurró. Me dio la sensación de, para cada palabra que disparaba, montaba su gatillo verbal con un sutil silenciador.
Intenté seguir el curso de la encuesta, que en circunstancias comunes se podía acabar en sólo quince minutos. Pero la situación me sugirió que se iba a retrasar mi trabajo.
Me preguntó por qué yo trabajaba de encuestador, cuántos años tenía, de qué barrio era, de qué signo, si tenía novia, adónde salía los fines de semana. Me encuestó ella a mí. Después, comenzó a hablar de cosas que yo ni le había preguntado.
Me contó que tenía 29 años. Dijo que no tenía familia, mas sabíase hija natural de un policía retirado que había actuado en la represión ilegal de la última dictadura militar. Que había vivido sola sus últimas 11 primaveras. Que conoció el amor de adolescente, pero que prefería estar así como estaba y no mal acompañada.
De a ratos, mientras alternaba la charla con un sorbo de gaseosa, hacía pronunciados ademanes, movía sus primorosas ancas como si buscase el mejor rincón donde sentarse en el sofá e, igualmente, abría enormes su ojos verdes mientras hablaba, derrochando a borbotones toda su postiza feminidad.
Ya no era una encuesta, y si la fuese, la hacía de a ratos, entrecortada por su indomable lengua. Una charla de café sin café. Ya al último, cuando faltaba poco para acabar mi preguntas, me animé y le pregunté algo que no debía, algo fuera del libreto, no recuerdo bien qué. Era algo así como qué sentía sobre los prejuicios que pudiera tener la sociedad contra ella. “Todos tenemos prejuicios, incluida yo”, se limitó a responder. Se acercó a mi lado, me pasó la mano por detrás de la espalda y me besó la boca.
Cinco o diez minutos después, arranqué mi cuerpo del sofá, le dije que debía irme pues se me había hecho tarde. Ya era tarde también -pensé- para visitar a Cecilia, mi amor no correspondido. Me tomó de la mano y me invitó a visitarla cuando quiera. Me quería contar toda su historia, tenía el sueño de conocer alguien que escriba sobre su vida. Salí de su casa.
Mientras ella me acompañaba a la vereda, Jorge, el padre de Cecilia, pasaba en su camioneta y nos vio uno al lado del otro. Disimulé y miré hacia otro lado y evité saludarlo. Con un tímido "chau" me despedí de Pamela, tal como decía llamarse. Nunca más me vio.
Tres días después, subí al colectivo que me llevaba al centro de la ciudad. Sentada en el asiento delantero estaba Cecilia. Pensé que no me había visto y me acerqué a saludarla. Le dije hola y ella se limitó a mirarme en silencio para luego voltear la cara dirigiendo su vista hacia la ventana. Nunca más me saludó.



Silvana

Ha no muchos días entré a una librería que está en Deán Funes esquina Vélez Sársfield buscando un libro de Flaubert que me había pedido leer mi ex profesor de tesis e, instantes después, ella ingresó. Para mí, era imposible confundir su bello rostro de tez morena, su mirar profundo de ojos rasgados y sus pómulos salientes. Mientras arrancaba el numerito del turno me vio de reojo, intentó desviar la mirada simulando no haberme visto como para no saludar, pero le gané de mano y la encaré. Después de mi "Hola Sil" fue un breve conversar sobre el presente y sobre el pasado durante el cual pude notar cómo el paso de los años le había dejado sus marcas. Su semblante pálido y triste, acentuado aún más con las prendas oscuras y desgastadas que vestía, contrastaba con sus felices y atrevidos años adolescentes. Tal vez ella pensase lo mismo de mí. Me contó que estaba trabajando en un call center y vivía sola con su hijita Candelaria, de siete años. Luego con nuestras lenguas nos fugamos un año y medio atrás, cuando la vi por última vez durante una despedida de año en el bar brasilero. Esa noche mantuvimos una charla aún más corta mientras Jorge, su por entonces futuro marido, escuchaba nuestras añoranzas de escuela secundaria. ¿Seguís saliendo con aquel flaco?, le pregunté y su ceño fruncido me lo dijo todo. Ni traté de repreguntarle si se había casado y ella supo bifurcar el diálogo contándome que a Candelaria, fruto de una pareja anterior a Jorge, le operaron la vista por segunda vez. Las dos, me dijo, se habían mudado a un departamento pequeño a un par cuadras apenas del colegio donde supimos cursar juntos. "Ahora estoy saliendo con un chico que es empleado de comercio", continuó al tiempo que pagó el libro de matemáticas que fue a comprar para su hija. Yo le recordé que ella me gustaba mucho y mis celos por un viejo noviazgo de ella con un amigo mío. Nos preguntamos porqué estuvimos tanto tiempo sin vernos y rememoramos aquella fiesta del Estudiante de setiembre de 1997 o 1998, cuando a mí me tocó disfrazarme de mariposón y ella se encargó de maquillarme. Fue en esa tarde que me confesó que le encantaban mis labios y de mi tórrida respuesta, que repetí por aquellos días cada vez que me daba la oportunidad, aún se acuerda.

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