domingo, 21 de junio de 2009

Aurora

Llego siempre cinco minutos antes, jadeante, con un alboroto de cabellos e ideas. La corrida desesperada me salvó una vez más de la voracidad criminal del oscuro callejón. Saludo, llevo la tiza y el borrador y ya somos las siete y cuarenta y cinco. Un timbre indica a los pibes que deben formar, abren la puerta del patio pero todos permanecemos adentro. Sólo dos salen hacia el mástil. Uno agarra el pedazo de tela y el otro la cuerda, mientras tres grados Celsius estremecen sus manos. Comienza a sonar y me golpea. No es la primera vez que ella lo hace. Los pibes permanecen observando el rito, tiesos. Yo escondo mis lágrimas y mi garganta queda hecha un mogote de encantos y tormentos. Nos es bueno que me vieran así, pienso, y enfilo mi rostro contra la pared, mientras mi estómago me reta por no atenderlo antes de salir de casa. No quería que se haga tarde, le digo mientras me recompongo, prefiero un poco de languidez invernal a empezar el día sin ella.

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